Suena el despertador, se despierta la vida real, y quedan los sueños doblados debajo de la almohada. Comienza el día planchado, impecable, cocinado entre pucheros; y el cielo es un delantal salpicado de luceros apagados. La rutina resiste como autómata; aspira el polvo, mientras el tiempo sigue con su encerado brillo. Si fuera posible compaginar la realidad con el sueño, existiría una hora mágica, que transformaría el delantal en un traje de gala. Se calzaría la ilusión sus zapatos de tacón, se arreglaría el pelo, y no habría principio ni final, ni cristal en la pastelería. La cenicienta tendría una noche sin doce campanadas. Foto Goyo Hueso.